E s una realidad de a puño, que el concepto mismo del trabajo está pasando por una profunda revisión y por un cambio extremo. Todos aquellos dedicados a escribir sobre futurología, que tienen dentro de sus temas el futuro del empleo, le han dedicado una gran cantidad de tinta a pensar en la forma como el mercado demandará el talento del futuro, la forma en que lo hará y el tipo de habilidades requeridas para garantizar empleabilidad si es que el concepto mismo de empleabilidad existirá en un futuro cercano.
Hasta el momento, los grandes teóricos de la psicología organizacional y las más importantes escuelas de negocio del mundo han venido dando respuestas a la mejor forma da adaptar los cambios en la motivación de las nuevas generaciones que son evidentes, al diseño mismo de como se hacen las cosas al interior de las empresas para de alguna manera mantener los niveles de energía y compromiso interno.
Ha sido sin duda un valioso aporte para tratar, de alguna manera, de que estas nuevas generaciones, que trabajan, se relacionan y se comportan de manera diferente a sus mayores, tengan niveles de rotación manejables, dadas las enormes tensiones que estaban generando al interior de organizaciones que seguían operando como si estuvieran en el siglo pasado.
Ha habido algunos avances: el tiempo flexible, el trabajo desde el hogar, los viernes casuales, compensatorios de vacaciones, las oficinas abiertas, el co-working, el trabajo por proyectos, las pausas activas y una gran cantidad de iniciativas adicionales que, tratan a mi juicio algunas veces de manera desesperada e improvisada, de copiar modas impuestas por Google y sus parientes tecnológicos, para retener a estos “rebeldes” generacionales.
Los resultados sin embargo siguen siendo pobres, desafortunadamente, desde la perspectiva de la retención del talento y del aumento de la productividad. Es cierto que aquellos que se la han jugado por este camino, mezclando algo de “entretenimiento” al modelo de interacción corporativo, presentan cifras menos graves que aquellos que se niegan a ajustar sus anquilosados modelos jerárquicos y de “explotación” corporativa con la excusa de que siempre se ha hecho así, y de que “nuestra industria” funciona así. Pero en el trasfondo, pareciera que algo atenta contra la misma naturaleza humana.
Y es que, de alguna manera, el modelo organizacional es una derivada del modelo educativo postindustrial, que en aras de dotar de mano de obra a una economía global que entonces estaba en boom, decidió que era más fácil y económicamente más rentable, asumir que todos los seres humanos éramos iguales y debíamos construir el mismo nivel de competencia en materias y destrezas que luego necesitaría el mercado laboral.
No fuimos educados desde la fortaleza y el talento de cada cual, que hubiera implicado entre otras la dificultad de la individualización; por el contrario, fuimos educados en masa, con criterios facilistas pero absurdos como por ejemplo que a una misma edad una misma destreza lo que en la práctica generaba que por ejemplo en una clase de matemáticas, los cinco mejores se aburrieran como ostras porque entendían rápido, los siguientes diez batallaran por captar, y otros quince también se aburrieran como ostras y se dedicaran a sabotear al profesor porque en la práctica no entendían nada.
Todos ellos sobrevivieron el mal diseñado mundo académico para años después enfrentarse a un mundo laboral que al igual que el académico, en vez de explotar sus verdaderos talentos, dedica parte muy importante del ciclo laboral a tratar de nivelar a todo el mundo con las mismas competencias, perdiendo la potencia que genera la pasión por un quehacer cuando uno se siente bueno, cómodo y productivo en algo para lo que la vida o la naturaleza lo dotó.
Esta realidad empieza a generar la revisión de un concepto que no es nuevo, el del Job Crafting (diseño de trabajos) que fue creado en los noventas por la profesora de Yale Amy Wrzesniewski y cuya idea principal ya no es conseguir el empleo perfecto, sino que el empleado pueda adaptar y modificar el puesto de trabajo a sus capacidades. Lo que empieza ya a ser ensayado en otras latitudes es que podamos rediseñar nuestro trabajo a nuestra fortalezas, capacidades e intereses, sacando así provecho de nuestro talento innato.
Como todos los cambios este modelo trae retos enormes al sistema. Implica de una parte un profundo conocimiento de cada individuo, un modelo de total confianza, de alta apertura a la innovación y la disrupción, de medición frente al resultado final, de revisión de cada rol y “su descriptivo del cargo” y de trabajo sustentado ya no en el individuo sino en el equipo.
Esto no significa que se abandonen aquellas tareas que no nos gustan. Implica sí, conocer las destrezas de otros para complementarse, pero sobre todo trabajar en culturas capaces de asumir este tipo de riesgos que son, a los ojos del mundo corporativo de hoy, absolutamente disruptivos.