P or alguna razón, tal vez entendible en un ser humano siempre competitivo y siempre comparativo, traemos en nuestro ADN, una carga enorme por querer ser los mejores en algo. La presión, desafortunadamente empieza muy temprano: Vayana una reunión de padres de prekínder para ver a un mundo de papás con el pecho inflado hablando de los triunfos tempranos de unos pequeños que hasta entonces tienen en su cabeza todo menos el chip de la competencia.
La presión es tan grande, que poco a poco vamos convirtiendo a esos seres espectaculares que van al colegio a jugar y divertirse, en pequeños demonios que quieren ser mejores que el de al lado, y que empiezan a desplegar las conductas equivocadas en pos de llevarle a sus papás la medalla que los reconoce como “un ganador”.
Ese nivel de competencia ha ido de la mano de un sistema educativo que, contra natura, premia la especialización del talento. Hasta la revolución industrial de alguna manera se alentaba un conocimiento integral, de grandes generalistas con capacidad no solo de desempeñarse con destreza en varias actividades humanas, sino que era parte del disfrute en si mismo de ser humano.
Hasta entonces, gozábamos de una educación que propendía por construir competencias en muy diversos que haceres y ciencias, entre otras porque era un ser humano que para sobrevivir, necesitaba saber de todo un poco. Los hombres de estado, los miltares los grandes artistas y en general las personas más admiradas de la sociedad, dominaban varias ciencias y eran diestros en diferentes áreas del conocimiento.
Después llega la era industrial y con ella, le pusimos etiquetas a nuestros maravillosos generalistas obligándolos a la especialización. Los increíbles tiempos del conocimiento integral construidos por millones de años a la caneca, y sometimos al ser humano a horarios fijos, pagas fijas y funciones específicas muy en línea con los sistemas de producción masiva que en general hacen que el trabajador se aburra como morsa haciendo repetitivo, rutinario y especializado su trabajo.
En esta era florecen los especialistas y se empieza a crear la moda de que así debemos educar a los nuestros. Atrás quedaron los tiempos de los genios como Davincci que era pintor, escultor, inventor, arquitecto, músico, astrónomo, botánico y literato. Ahora deificamos a los Tiger Woods, que no habían aprendido a caminar y ya tenía un palo de golf en la mano y que durante los últimos cuarenta años es a lo único a lo que se ha dedicado. La pregunta es si estos genios por diseño nos acercan o no a las reales capacidades para las que estamos diseñados y a la felicidad que generalmente acompaña el construir seres curiosos por todo lo que nos rodea.
Para bien o para mal la discusión está sobre el tapete. Un reciente estudio realizado por Linkedin entre más de 12.000 CEOs de empresas mayores a 50 empleados arroja resultados interesantes a este respecto. De acuerdo con ellos, el camino hacia arriba privilegia ejecutivos que han tenido que pasar por diferentes experiencias funcionales y muchas veces por diferentes industrias.
Es a la misma conclusión a la que llega David Epstein en su último libro “Range” en la que apoya el triunfo de los generalistas en un mundo especializado. De hecho, este libro fue provocado por una interesante discusión con M. Gladwell que ha hecho popular la teoría de que para llegar a la maestría se necesita una práctica de 10.000 horas alentando así a una cantidad de papás que quieren criar al próximo Messi o Tiger Woods, y que salieron como loquitos a comprar guayos o tacos de golf y a criar un mundo de deprimidos.
Por razones del destino, y porque el mundo, sobre todo el económico es cíclico, estamos volviendo a ver la utilidad de los generalistas. Las complejidades del mundo empresarial demandan ejecutivos con capacidades holísticas. Profesionales, que, habiéndose batido en industrias y funciones distintas, sean capaces de unir los puntos a lo largo de diferentes campos del conocimiento y con la habilidad de aportar contexto a las discusiones.
Es además la fórmula que pareciera estar en línea con la construcción de las competencias que hoy garantizarían ejecutivos más solventes: Agilidad, colaboración, innovación, creatividad y enfoque en los resultados.
No soy futurólogo y por lo tanto quien diablos sabe para donde va este mundo. Lo que si pareciera ser un hecho cumplido es que muchos de los trabajos actuales serán realizados por robots con capacidad para hacer tareas especializados con mayor destreza que nosotros.
Esto nos deja a los humanos volviendo a revisar aquellas actividades en donde por naturaleza estamos mejor dotados que una máquina. La inventiva, la empatía, la comunicación, el trabajo con otros.¿Que tal si revisamos ese futuro a la luz de la delicia de un conocimiento integral que se logra de la mano de exponernos a muchos conocimientos?. Les dejo la inquietud.