E sta ha sido, sobre todo, una etapa de profunda reflexión. Creo que, sin excepción, a todos y cada uno de nosotros el cambio de vida, el encierro, la lejanía de los seres queridos, la ansiedad frente a la incertidumbre del futuro, la convivencia, la preocupación frente a la salud, o la vulnerabilidad frente a la muerte, nos ha puesto a pensar.
Pensar frente a nuestro rol como profesionales, como seres humanos; pensar en el modelo económico del que hacemos parte y somos actores con roles protagónicos con libretos aprendidos desde hace tanto sin que nos planteemos un cambio mínimo del guión; pensar en el futuro, hoy tan de corto plazo, que se ve borroso; pensar en la necesidad de revaluar el rol de los líderes, el rol del estado, la vulnerabilidad de todo un sistema que se creyó tan sólido y que hoy se percibe lleno de agujeros.
Una etapa rara sin duda, inimaginable, distópica, brutal. Un momento que nos confronta con todos esos valores aprendidos como irrefutables, defendidos como verdades universales, como dogmas de fe, enseñados a nuestros hijos como parte de nuestras creencias más íntimas y que hoy, se desmoronan, se revientan, se vuelven polvo ante nuestros ojos dejando sin piso años de crecimiento, de “conocimiento colectivo”, de orgullo social que había creído haber alcanzado la verdad y que estábamos, estadística en mano, en camino hacia un estado de bienestar que hoy se escapa.
Que ingenuos. Compramos a ciegas un modelo económico que está necesariamente fundamentado, como la pirámide de Ponzi, en que todos seamos parte del engranaje consumista. Un modelo que nos impone el crecimiento continuo, la acumulación, el endeudamiento y el gasto como palancas constantes de hacer mover una máquina gigante que solo funciona en la medida en que seamos parte activa del mismo juego.
La trampa de las pirámides, al final, no es que el modelo matemáticamente hablando esté mal sustentado, al revés, está probado que en la medida en que todos nos hagamos parte funciona. Es la trampa de la confianza la que sentencia su final. En la medida en que exista un hereje que ponga en duda su eficacia y “contagie” a otros con el virus de la duda, el sistema, todo, se cae como un castillo de naipes.
En la medida en que el modelo y la sociedad empezó a tener fisuras, en que se escaparon del manicomio algunos locos que gritaban verdades de las que nadie quería hablar, en la medida en que observamos incautos cómo el ecosistema se debilitaba al tiempo que ponía en jaque a la humanidad, en la medida en que la corrupción se volvió viral y el estado incapaz de contenerla, el ciudadano global volcó sus modelos de confianza hacia el otro, hacia su vecino, hacia las “”, delegando en el colectivo una confianza que otrora fuera patrimonio de los políticos y del estado.
Esa translación de la confianza desde los entes obvios creados por el sistema político para comandar, hacia seres de carne y hueso, parecidos a nosotros, con capacidad de recomendar, de sugerir, puso en crisis el modelo de liderazgo natural de la democracia, y generó una explosión de las redes sociales que es el mecanismo moderno para conversar con los delegatarios de la confianza. La confianza moderna se le quitó al político, al caudillo de turno, al “líder” y se le entregó al vecino que a distancia de un click es en quien se delegó, al menos en parte, nuestro modelo para tomar decisiones.
La revolución de las redes, de los “influenciadores”, es sobre todo una evolución de los mecanismos de confianza que habían mutado ante el cáncer de una democracia imperfecta, vencida y atenazada por los corruptos. La evolución de los modelos de liderazgo,es a su vez un cambio en los paradigmas de la delegación de la esperanza que por décadas se le entregaron a quien comandaba el estado, y que hoy se pone en manos de personas con la estatura moral para guiar nuestras actuaciones y sacarnos de nuestras dudas.
La mayor ironía de toda esta locura, es que en la medida en que el virus rompe los ciclos naturales que traíamos y nos expone a nuevas realidades, nos devuelve décadas no solo en los modelos de crecimiento económico sino que nos expone a devolverle, por necesidad, la confianza a lideres mesiánicos y a un estado que nos rescate del descalabro.
¿Seremos ingenuos los que creíamos en un nuevo despertar de la humanidad?. Una más colectiva, más responsable, menos rabiosa en la defensa del individualismo y menos obsesiva por el capitalismo de pirámide. Por el momento pareciera eso dictan las encuestas. Los altos grados de favorabilidad de nuestros gobernantes, pareciera indican que el ser humano, ante la vulnerabilidad extrema, no solo delega todo su futuro en el estado, sino que claudica, al menos temporalmente, sus demandas de cambio social.
Espero, tal vez ingenuamente, que volveremos por las andanzas de cambio, y que la distancia social, sobre todo la de la confianza, sea efímera. El ensayo social de confiar en los demás era una conquista que no podemos perder.